Hacía mucho que no iba “al cole” y los fastidiosos nervios
aparecieron sin piedad. Así que, atenazada por mis nervios e intentando superar
la sensación de posible ridículo, me dirigí a mi primera clase.
Coincidió en que hacía muy poco que me había comprado un
horno nuevo. Intenté elaborar el único bizcocho que sabía hacer, el que me
enseñó mi madre, con un resultado desastroso, por lo que empezaba esta aventura
totalmente de cero, pero con la esperanza de vencer en la dura batalla entre
temperaturas, altura de la bandeja y tiempos de cocción, de mi actual horno.
Me sentí mucho mejor cuando comprobé que no era la única
abuela del grupo y que, la mayoría, tenían tanta idea como yo, en el arte de
hacer pasteles.
Una mesa con tantos bizcochos como alumnos éramos, nos estaba
esperando. Aquello me decepcionó un poco, pues creí que empezaría por aprender a
elaborar bien el bizcocho que tanto me costaba conseguir y que me dieran alguna pista del porqué yo no
conseguía hacer bien uno en casa. Me encontré que ese paso se daba por hecho y
solo tenía la receta escrita, por lo que mi gran batalla con mi horno seguiría
pendiente.
Sentada ante el suave, oloroso y perfecto bizcocho puse mis
cinco sentidos en seguir las indicaciones de “la profe” Teresa.
Por fin apareció el tan famoso Fondant. Un compacto bloque
de pasta de azúcar fue mostrado ante mis ojos. Me recordó de inmediato a la
plastilina pero, al amasarlo, me di
cuenta de que tenía una textura un poco más áspera y que, al moldearlo tenía
características distintas
Mis nervios intentaron ir en mi contra, mostrándose en el
clásico temblor de manos, que yo esperaba que nadie advirtiera. Tenía que
aprender a moldear un material nuevo aunque no me resultó muy difícil, debido a
mi experiencia en el arte de la cerámica.
Mucha paciencia demostró Teresa, indicando paso a paso lo
que debíamos hacer, cuando cada una íbamos interpretando sus indicaciones a
nuestra manera. El resultado final fue que no había ningún koala igual. Los
había gordos y delgados, de tonos de gris
distintos y más o menos cabezones. Además, cada pastel fue decorado según
la inspiración de cada alumna, con algún que otro cambio personal respecto al
modelo original.
Al final y como fin del curso, las alumnas mostramos con orgullo, con nuestro delantal
pastelero puesto, nuestra obra en la foto de final del curso.
Lo pasé bien, aunque mi inseguridad me impidió disfrutarlo
más. Recuerdo que me tocó un grupo bastante serio y silencioso, lo que no
ayudaba mucho a calmar mis nervios, pero no por ello me desanimé para seguir
asistiendo a clases.
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